jueves, 28 de noviembre de 2019

El 6º ENVIDIA


 El sueño de Lolo, (de Manuel, Manolo y de ahí Lolo) era ir a América. Su abuelo había estado en Bolivia y le había hablado mucho de aquel país, pero su trabajo no le permitía salir de pobre.

A los 15 años se quedó huérfano y vivió con unos tíos. Desde ese día por la mañana cogía su bicicleta e iba a la panadería del pueblo vecino, se metía en la furgoneta con el panadero y le ayudaba a repartir el pan. Regresaba con pan del día y una propina para sus gastos.

Algunos días se cruzaba en su camino con D. Eudaldo, el sacerdote del pueblo, que en bicicleta también o a pie, se dirigía a oficiar a otro pueblo vecino y siempre le gritaba: ¡Lolo! ¿Cuándo vas a cruzar el charco? A lo que el chico respondía también a gritos: ¡Algún día sera, D. Eudaldo!

El panadero le prometió que si valía para el negocio en cuanto cumpliera los 18, lo contrataría con un sueldo si sacaba el carnet de conducir. Nada más cumplir la mayoría de edad sacó el carnet a la primera con muy pocas clases pues ya había conducido muchas veces. El panadero cumplió lo prometido y lo primero que quiso comprar con su sueldo Lolo, fue un coche. Los jóvenes lo quieren todo ya. Decidió pedir el dinero a varias personas con las que se llevaba muy bien, entre ellas el cura. 

Desde que le había dejado dinero a Lolo, D. Eudaldo se reconcomía por las noches dándole vueltas: "Yo voy diariamente a Castrillo a pie, el camino es un pedregal, podía ir en bici como cuando estaba en Villaseca pero por ese camino las ruedas de la bicicleta no aguantarían ni un viaje. Ese "minipanadero de tres al cuarto" va en coche de un lado a otro con mi dinero y no pasa frío gracias a mí. Le dejé el dinero, por sus tíos, no les iba a  hacer ese feo. Él tiene la furgoneta del panadero que si se empeña se la deja traer y llevar. ¡El coche lo tenía que haber comprado yo! Claro que sería vergonzoso que D. Eudaldo pidiera dinero para comprarse un coche. Con las penurias que pasa esta gente.

La envidia  reconcomía al cura. Después de mucho cavilar, pasados unos meses decidió hablar con Lolo. Le propuso cumplir su sueño: 

_Lolo, tú siempre has querido probar suerte en América y concretamente en Bolivia. Los ojos del joven se abrieron como platos.

_Ya lo sabe usted, Don Eudaldo. 

_Pues no es tan difícil, _añadió el cura_ conozco a unos misioneros que tienen un colegio en La Paz. Ellos te pueden  acoger un tiempo hasta que encuentres trabajo, incluso sé que te pagaría el viaje la congregación, con un poco de influencia por mi parte, así que piénsatelo. 
¡¡Ah!!  Y por el coche no te preocupes me lo quedo yo y pagaré el resto a los que les debas dinero. 


De esta manera tan sibilina, el cura, D. Eudaldo, se quedó con el coche de Lolo. ¿Cómo le fue a éste allende los mares? Muy bien según sus tíos que hablaban de él con orgullo del exitoso porvenir que se había labrado.





jueves, 21 de noviembre de 2019

El 5º GULA


 Eran mis primeros años de docencia. Llegué a un pueblo, que a pesar de no ser muy grande. tenía dos escuelas una de niños y otra de niñas. Como era nueva, después de presentarme al maestro, éste me dijo que si quería me acompañaba a saludar a D. Rogelio, el sacerdote.

 Al llegar, nos recibió amablemente el ama del cura y nos hizo pasar a través de un portal empedrado a una habitación donde había una mesa, una sillas y un arca por todo inmobiliario, además de dos cuadros religiosos y un crucifijo en la pared principal. Salió ella y al momento apareció D. Rogelio, un hombre corpulento y más bien bajo. La gran hilera de botones de su sotana luchaba por mantenerla ajuntada a su enorme barriga. Después de los saludos de rigor, nos mandó sentar.

Al momento entró el ama con una botella de anís en una mano y en la otra una bandejita de cristal con media docena de copas igualmente de cristal que más bien parecían dedales por su tamaño y forma. Salió de nuevo y regresó  con unas pastas en un platito. D. Rogelio le dijo: Trae la cesta que a los jóvenes les suelen gustar mucho las pastas caseras. Salió la mujer y apareció de nuevo con una cestita como de costura repleta de pastas que había hecho ella, en forma de flor y de corazones. 

Cuando salimos de allí, nos reímos del tamaño de las "copas" e hicimos bromas de la media docena de pastas que se había trincado el cura además de varias copitas.
Poco tiempo después llegó la época de las Matanzas y algunos vecinos invitaban al sacerdote y a los maestros a comer. El menú siempre era cocido que se comía al revés, como el cocido maragato. Yo estaba asombrada de la gran cantidad de comida que ponían esos días.

Colocaban en la mesa una gran tartera de barro con los garbanzos y la berza sazonada sin mezclarlos. A su lado una enorme bandeja de aluminio muy plana con el compango. Rebosaba de carne de cerdo: chorizo, tocino, androyas (un embutido parecido al botillo), huesos, oreja, morro, rabo... Aquello no lo saltaba un gitano. La sopa la ponían al final.

Los hombres comenzaron por el compango y los vasos de vino. Yo miraba para el cura y me hacía cruces.  Después de degustar el vino y una buena parte del compango, siguió con los garbanzos y un poco de berza. Cuando apareció  mi plato preferido, la sopa, pensé que  no la probaría. ¡Le sirvieron dos platos de los que no dejó ni rastro! Unas copitas de aguardiente remataron el banquete. Al finalizar los hombres se fueron a seguir con la matanza. Nosotros a clase y el cura se quedó charlando con las mujeres que recogían y fregaban.

Un jueves que no teníamos clase por la tarde, el maestro y yo nos quedamos de sobremesa, charlando con las mujeres y D. Rogelio. Cuando nos dimos cuenta el cura roncaba con sus manos enlazadas sobre el vientre y la cabeza inclinada. Con algún ruido se despertó y exclamó: "Ave María Purísima me he quedado traspuesto". Sólo sonreímos, por educación, pero por gusto yo hubiera soltado una gran carcajada.

Al regreso de las vacaciones de Navidad, nos sorprendieron los niños con la mala noticia.  D. Rogelio  ya no estaba. ¡Le había dado un infarto!





jueves, 14 de noviembre de 2019

El 4º IRA



Era un domingo en el pueblo y el monaguillo, un niño de nueve años, ayudaba a misa vestido con su ropón rojo y su alba blanca. Como cada domingo era el encargado de pasar la cestita de los responsos.

En la segunda fila estaba de pie la señora Filomena. Llamaba la atención porque era una mujerona. Estaba casada con un taxista de otro pueblo que a su lado parecía su bastón. Siempre que venía al pueblo destacaba porque era la única mujer  maquillada, que vestía de forma elegante y  llevaba unos tacones de aguja impresionantes.

 Iván, que así se llamaba el acólito, pasó su cesta por las filas de bancos como de costumbre. La mayoría de las personas no echaban nada, y pocas echaban dos reales o veinte céntimos. El cura observó que Filomena echaba cuidadosamente un billete en la cesta. Por lo menos era un billete de cinco pesetas, pensó el oficiante. ¡Pero!... Al regreso de su ayudante al altar, en la cestita no había ningún billete. El cura echó una mirada furibunda al chico que no se dio por enterado. 

Terminada la misa, ya en la sacristía el muchacho hizo un raro movimiento al quitarse la vestidura blanca como si no le saliera bien por la cabeza. Al lograrlo el clérigo ya lo esperaba con una sonora bofetada que tumbó al chico contra la pared al tiempo que preguntaba: 

_¿Qué hiciste con el billete? Iván negó que viera ningún billete. 

El sacerdote cogió al pequeño por las orejas zarandeándolo. El chiquillo seguía negando el billete, bajo un torrente de lágrimas. Cuando el cura lo cogió violentamente de los pelos y lo tiró al suelo no pudo más y confesó. Hacía unos días que había descubierto un descosido en el doble cuello de su camisa y por él había metido el billete que sacó arrugado y entregó llorando a moco tendido a su agresor. Aún así, el clérigo redobló su ataque de ira y siguió llenando de golpes el cuerpo de Iván que cubría su cabeza y su cara con los brazos a la vez que suplicaba y prometía no volver a hacerlo.

 ¡¡Nunca más lo harás porque desde hoy no vuelves a ser monaguillo!! Masculló el cura entre dientes rojo de ira.




jueves, 7 de noviembre de 2019

EL 3º LUJURIA



 Hace años, Eulalia vivía en la ciudad con su madre y una hija deficiente mental de quince años. Al morir su madre Eulalia la llevó a enterrar al pueblo. Allí, en aquellos años, era costumbre que las mujeres  dieran dinero para misas por la difunta. Eulalia lo agradeció y aunque el dinero no le sobraba, jamás se le pasó por la cabeza emplearlo en otra cosa que no fuera por el alma de su madre.

 Un día cualquiera, decidió ir a la catedral a encargar las misas con su hija. Asombradas y casi atemorizadas, se adentraron por un pasillo oscuro de altos muros de piedra detrás del altar mayor en busca de una sacristía. Tras una puerta, escucharon un ruido y decidieron llamar. Un sacerdote mayor les abrió y las hizo pasar. Era una gran sacristía parecida a una biblioteca con  vitrinas repletas de trajes religiosos y una especie de mostrador bajo él que había multitud de cajones de madera alrededor de toda la estancia. 

Eulalia dijo a qué venían. El sacerdote sacó un libro de uno de los cajones y apuntó el número de misas que le correspondía según la cantidad de efectivo en pesetas que llevaba. Se despidieron del cura no sin antes éste hacerle unas carantoñas a la joven y entregarle una piruleta. 

Al día siguiente Eulalia iba con su hija a comprar y la chica le pidió quedar en la catedral mientras ella hacía la compra. Su madre la dejó y a la adolescente no se le ocurrió otra cosa que volver a la sacristía. El mismo clérigo abrió la puerta y esta vez se acordó muy bien de cerrar con llave por dentro. Él se quitó la ropa y se cubrió con un alba mientras desnudaba y vestía a la niña con ropas diferentes. El juego no tuvo nada de virtuoso. La adolescente salió de la sacristía de nuevo con una piruleta en la mano. Cuando pasó su madre a recogerla le dijo que estaba guapa de novia como la Virgen. La madre, iba pensando en sus cosas y apenas la escuchó.

Pasados unos días se repitió la historia y cuando la madre entró en la catedral para buscar a su hija, ésta salía de un pasillo hacia la nave lateral de la catedral de la mano del sacerdote. Interrogó a su hija que volvió a decir que estaba guapa de blanco como la Virgen por eso el cura la abrazaba y la besaba por todo el cuerpo. La madre enmudeció. Cuando su hija añadió que los atributos masculinos del eclesiástico le daban miedo, Eulalia comprendió algo que no saldría de sus labios hasta muchos, muchos años después. 


Un caso más entre muchos:"Soy un hombre solo. Un solo infierno" de Salvatore Quasimodo en "A tu lumbre náufraga".


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