jueves, 31 de enero de 2013

Gato "faraónico"






 Además de ser un "gato señorito" era un ¡señorito gato!

Pronto podremos ver en el Museo Bíblico y Oriental de León las momias de las mascotas de los faraones. Cuando leí esta noticia pensé en un gato que quizás también su dueños, ya difuntos,  mandaran embalsamar para que lo guardaran en su tumba junto a ellos.


 Era un gato enorme tanto que más parecía un perro que un gato. Un largo pelaje brillante de un marrón oscuro cubría sus cortas patas. Unos ojos grandes entre amarillos y verdes que al fijarse en los tuyos producían cierta inquietud. En cuatro palabras: ¡Todo un señor gato! 

Lo conocí siendo mi sombra una adolescente. Cada año mis padres criaban dos hermosos pollos de corral y varias crías de pichones para llevarlos de regalo al inspector encargado de precintar la caldera del alambique que mis padres tenían. Todo el alcohol y el aguardiente que producían debía ser entregado íntegramente al Estado. Mi padre se las ingeniaba para "desprecintar" y obtener de estraperlo muchos litros del aguardiente prohibido, gracias al cual entre él y mi madre nos sacaron adelante a mis cuatro hermanos y a mi, que de otra forma les hubiera sido casi imposible. 

El inspector, Covarrubias, que vivía en Astorga hacía muy a menudo viajes entre León  y su ciudad. Mi padre decía que desde lo alto de "Los Pedrones" en la carretera, alguna vez se iba a dar cuenta del humo de la chimenea del alambique y si lo denunciaba, sería una catástrofe para la familia. Así que en tiempos en que la gente regalaba jamones por favores recibidos, mis padres regalaban dos hermosos gallos y varios pichones, los primeros que nacían en primavera. Criaban palomas solamente con este fin.

Aquel año acompañé a mi madre para hacer su entrega anual en Astorga. Nos abrió la puerta una sirvienta con cofia,  y allí detrás de ella, estaba él, el hermoso gato que llamó mi atención especialmente. La señora salió para agradecernos los obsequios mientras mis ojos no se apartaban del minino. Su ama nos contó lo bueno que era Napoleón, que así se llamaba el felino. 

A Napoleón de vez en cuando lo visitaba el veterinario. Un peluquero se encargaba de su higiene, pelo, uñas... ¡Muy bien educado! _decía su dueña_ todos los días le ponemos su plato a la mesa, su babero, su silla y come como una personita. ¡Como no tenemos hijos...! 

Mi sombra imaginaba al gato comiendo con ellos, cosa que no hacía el servicio. Me parecía algo asombroso y pensaba en la media docena de gatos que siempre había en mi casa. ¡No podía imaginar que un animal pudiera tener tantos lujos! Nuestros gatos entraban y salían de la casa, a veces les hacíamos mucho caso y otras  ninguno, limitándonos a echarles en una lata las "sobras" de la comida o sea del cocido que diariamente comíamos..


 Jamás olvidaré a Napoleón: "Las riquezas disculpan la necedad" de Horacio.




2 comentarios:

  1. Lo que cuentas lo he vivido yo también, salvando las distancias. En mi casa del pueblo, cuando niño, teníamos gatos; pero siempre estaban fuera de casa. Los lujos de los gatos que viven dentro de las casas (finalmente yo también tuve uno así) siguen resutándome un poco escandalosas cuando vienen a mi mente las condiciones en que viven tantos seres humanos.

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  2. En los pueblos era así Enrique, ahora yo no digo que se les cuide y de cariño pero ponerle un plato a la mesa, hoy y ayer me parece demasiado. Saludos.

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